viernes, 17 de abril de 2015

CAPÍTULO VIII. LOS MOLINOS DE VIENTO

CAPÍTULO VIII
Del buen suceso
1 que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento,2 con otros sucesos dignos de felice recordación

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra3, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra4.
—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes5, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras6: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla7.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante8, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometerI. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes9, que ni oíaII las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas:
—Non fuyades10, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
—Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo11, me lo habéis de pagar.
Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre12, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero13, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
—¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza14; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad15, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo16 han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba17. Y, hablando en la pasada aventura18, siguieron el camino del Puerto Lápice19, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero20; sino que iba muy pesaroso, por haberle faltado la lanza; y diciéndoselo a su escudero, le dijo:
—Yo me acuerdo haber leído que un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espadaIII, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre «Machuca»21, y así él como sus decendientes se llamaron desde aquel día en adelante «Vargas y Machuca». Hete dicho esto porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno como aquel que me imagino; y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.
—A la mano de Dios22 —dijo Sancho—. Yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.
—Así es la verdad —respondió don Quijote—, y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna23, aunque se le salgan las tripas por ella.
—Si eso es así, no tengo yo que replicar —respondió Sancho—; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y, así, le declaró que podía muy bien quejarse como y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester24, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacioIV, 25, y de cuando en cuando empinabaV la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga26. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución27, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado28. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados29, entretenidos con las memorias de sus señoras30. No la pasó ansí Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria31, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle32, si su amo no loVI llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse, dio un tiento a la bota33, y hallóla algo más flaca que la noche antes, y afligióseleVII el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron34.
—Aquí —dijo en viéndole don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme35, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero, si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.
—Por cierto, señor —respondió Sancho—, que vuestra merced seráVIII muy bien obedecidoIX en esto, y más, que yo de mío36 me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarleX.
—No digo yo menos —respondió don Quijote—, pero en esto de ayudarme contra caballeros has de tener a raya tus naturales ímpetus.
—Digo que así lo haré —respondió Sancho— y que guardaré ese preceto tan bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían37. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles38. Detrás dellos venía un coche39, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo40. No venían los frailes con ella, aunque iban el mesmo camino41; mas apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero:
—O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser y son sin duda algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío42.
—Peor será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.
—Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de aventuras43: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y diciendo esto se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal44, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas45; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla46 —dijo don Quijote.
Y sin esperar más respuesta picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto47. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula48, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.

Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamenteXI como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas49, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo, y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces50 y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y cuando se vio a caballo, picó tras su compañero51, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto, y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diabloXII a las espaldas52.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:
—La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante53, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y por que no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventureroXIII, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al TobosoXIV, 54 y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fechoXV.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno55, el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta manera:
—Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno56.
Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
—Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura57.
A lo cual replicó el vizcaíno:
—¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojasXVI y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si otra dices cosa58.
—Ahora lo veredes, dijo Agrajes59 —respondió don Quijote.
Y, arrojandoXVII la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno, con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler60, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche61, de donde pudo tomar una almohada62, que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro63, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura64. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe65, dio una gran voz, diciendo:
—¡Oh, señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer a la vuestra mucha bondad en este riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un golpe soloXVIII, 66.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y, así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte67, que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto68, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada69, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban70; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España71, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla72, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra73 no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.

Lectura del capítulo VIII

Por Claudio Guillén
«En esto», palabras con que se abre un capítulo, como el anterior, se inicia de inmediato la aventura esperada (I, 2, 48) de los molinos de viento, que, como todas, ya sucedió y sin embargo ha de suceder sobre la marcha, en la actualidad de la lectura. Se debe al cruce de «la ventura» con uno de los componentes propios del género literario en que reside DQ: los gigantes, de mítica estirpe clásica, reducidos en la novela de caballerías al poder de la fuerza bruta. Es la batalla desigual e individual del héroe con la desaforada personificación del mal, una de las dos motivaciones declaradas por DQ; la otra, el enriquecimiento, en beneficio de Sancho, vendrá a cuento poco después en el choque con los frailes benitos.
La brevedad y la claridad de estructura de la aventura le conceden una calidad modélica, en abyme, respecto a toda una clase de aventuras, las que arrancan de una voluntariosa transformación de lo visible. La estructura es triádica: un diálogo explicita lo que cada uno de los dos personajes ve o entiende por real; el protagonista pasa a la acción; y en un diálogo final cada uno comenta lo acaecido, confirma su actitud, o acomoda los hechos a su postura individual. Se producen dos alternancias que serán fundamentales a lo largo de la novela: entre la acción y el pensamiento; y, dialógicamente, entre una y otra concepción personal. La conjunción de ambas contraposiciones, en las que se introducirán muchos personajes, origina el pluralismo de sentidos.
Un mismo objeto provoca reflexiones críticas y pareceres diferentes. Pero no desenfoquemos esta acción particular en aras de un perspectivismo filosófico. Más adelante algunas aventuras podrán basarse en un fenómeno de origen incierto: la bacía del barbero podrá servir de yelmo o viceversa. Cabe pensarse que cualquier objeto puede tener varios sentidos para sus intérpretes. Pero DQ y Sancho no están interpretando. Ahora bien, ninguno ve las cosas inocentemente, como por primera vez; y en segundo lugar, las cosas no interesan —ni tampoco las ideas— como tales, autónomas, sino como parte de las personas que se relacionan con ellas y las incorporan al itinerario abierto de su existencia. Un labrador manchego no descubre sino sabe que esas aspas hacen andar la piedra de un molino, pues las costumbres hacen posible su rutina cotidiana, sin tener que examinar su entorno a cada paso. DQ no conoce sino reconoce desde lejos el molino de viento como lo más previsto y parecido al gigante que le espera en la novela de caballerías que está protagonizando. No hay miradas pasivas sino consecuencias de experiencias y expectaciones previas.
Han sido otras a lo largo de los siglos las lecturas de esta aventura, familiar y proverbial en tantas lenguas. La posteridad ha recogido la fuerza de voluntad de un David condenado al fracaso, el riesgo desmesurado al servicio de un generoso idealismo, la futilidad del sueño, la valentía inútil pero admirable por inútil, la prioridad de la motivación sobre el cálculo del resultado.
Caído pero no decaído, DQ se sobrepone perfectamente al descalabro, puesto que, inmutable aún, no reconoce su error. El narrador podrá desarrollar lo que la presencia de Sancho hace posible, que es el conversar de los dos protagonistas entre aventura y aventura. Sobreviene la anunciada de Puerto Lápice. De ella cabe señalar dos aspectos. Primero, el carácter novelesco que de por sí tienen unas figuras fugaces pero prometedoras de mucho más que lo contado: así la dama que viaja en coche, rumbo a Sevilla, donde se embarcará para las Indias. Ese cruce azaroso de vidas apenas sugeridas, con abundancia de pormenores en absoluto indispensables, nos está diciendo más que nada: la vida real es así. Y ahora se amplía el aludido mundo contemporáneo, que está fuera de la acción pero dentro de la novela. La presencia de los molinos de viento (no está claro que su implantación fuera relativamente reciente) no sugiere un entorno histórico tan rico como el viaje a América de la dama con su marido, vasco que ocupará un puesto de gobierno; o como la causa del combate de DQ con el escudero, que es impugnar su condición de hidalgo. El letrado García de Saavedra había suscitado polémicas en 1588 al negar que la totalidad de los vascos lo eran. Se presenta aquí el cariz ridículo no del típico vizcaíno de entremés sino del hidalgo ofendido a muerte. El retrato tan visual del vizcaíno con la espada levantada, en ralenti, prepara tanto la interrupción que sigue como la pintura descubierta luego en el cartapacio de Toledo.
La suspensión final y la división del relato en partes, como en el Amadís, son paródicas. Pero tengamos en cuenta que la parodia en este libro es parcial y esporádica. Si un loco comete la irracionalidad de imitar algo, lo que tenemos finalmente es la compleja historia de un loco, más que el simple descrédito de ese algo. La parodiada técnica de división pasa a ser un recurso de alcance mucho más general y positivo, que aclara la estratificación del arte de novelar. Este implica tres niveles: el relato, es decir, el enunciado narrativo en el orden en que lo leemos; la historia, compuesta por la sucesión de acontecimientos que el relato supone y narra; y la narración, o acto de contar, con la intervención del narrador. En el Q. las vidas fluyen, más o menos conocidas o contadas, más allá de las palabras. C. distancia aquí la historia del relato subdividido, acentuándolo como tal; y aleja a los dos de la narración, a la que se dedicará prioritariamente en el capítulo siguiente.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Sobre los molinos de viento, Ortega y Gasset [1914/75:I, § 12], A. Castro [1925/72:II], Casalduero [1949:67], Sedó Peris-Mencheta [1952], Caro Baroja [1952], Aubier [1981:27-36, 156-167], Barriga Casalini [1983:32-39], Molho [1989a], J.E. González [1993:97-111], Jaksic [1994] y I, 8, 94, n. 2. Sobre el personaje del vizcaíno, véase I, 8, 102, n. 56. Para los narradores, Haley [1965:148], El Saffar [1968:176], Allen [1976b], Nepaulsingh [1980], Szuchmacher de Reiman y Cambiaso de Iriarte [1981], Fernández Mosquera [1986], Lathrop [1988], Molho [1989b], Moner [1990], Close [1990a:15-20], Avalle-Arce [1991c], Montero Reguera [1997:156-165] y I, 8, 104, n. 73. Sobre la suspensión de las espadas al final y su engarce con I, 9, Hatzfeld [1927/66:94-95], Barrick [1976:136], Moner [1988d: 123-127], A. Montaner [1989:195], Gilman [1989:53-57], Orozco Díaz [1992:235]. Comentarios generales en Spitzer [1948/55], Riley [1955-1956], Predmore [1958/67:17, 60], Chasca [1964], Riquer [1989d:86-89]. ¶ Otras referencias: BQ, I-12, I-13, I-14. ¶ Johnson [1985:6, 9-10], Campoamor [1987-1988], Jauralde Pou [1988:211] y Scaramuzza Vidoni [1992:113].


No hay comentarios:

Publicar un comentario